BILLARES
El otro día viendo un rato por la tele una
competición de uno de esos deportes a los que tan aficionados son los
británicos y noreuropeos en general, ya sabéis deportes que se juegan en un
recito cerrado, de reglas mas o menos incomprensibles, bajo un silencio
sepulcral, con jugadores y jueces
elegantemente vestidos y publico que se limita a aplaudir educadamente solo en
los momentos permitidos me dio por pensar como ha cambiado nuestras ciudades y
como se ha perdido algunos elementos de las mismas que eran claves en la
educación de todo varón adolescente de cierta edad.
Me estoy refiriendo a los billares, esos lugares
que antaño estaban por todas partes, y que ahora han desaparecido de nuestra
geografía sustituidos por salones recreativos, donde lo único que hay son,
maquinas tragaperras y juegos electrónicos, sin ningún tipo de glamour o
historia detrás de ellos, nada que ver con el tradicional billar de barrio,
medio escondido en una calle, con un cartel de madera pintado encima de la
puerta donde a la entrada siempre había un grupo de “mayores” fumando y no solo
tabaco, con un botellín de cerveza en la mano y que parecían dispuestos a
partirse la cara con cualquiera en cualquier momento y al cual llegado a cierta edad todo tu cuerpo
te impelía a entrar pese o, quizás debido a ello, los avisos de tu madre “Que
no me entere o que has ido a los billares”. Realmente al igual que en esas
sociedades de cazadores recolectores que vemos en televisión y en el cual el
joven debe matar un león, para ser tomado en serio por su clan, el ir por primera
vez al billar era un rito iniciático que
marcaba el paso de la niñez a la adolescencia. Cuando entrabas por primera vez
en el lo hacías como un niño, ilusionado
pero expectante y con miedo y cuando después de un rato salías del mismo, lo hacías como un joven eso si quizás no tan ilusionado pero expectante y con miedo, pero eso
si ya no eras un niño.
Pero que encontrabas al entrar en un billar. Era un
lugar que abarcabas de una sola mirada, en un fondo, un pequeño espacio donde
estaba el dueño o encargado del local, generalmente un exlegionario de oscuro
pasado y palillo entre los dientes , que además de ocuparse de la digamos
limpieza el local, era el encargado de dar cambio que, servia para alimentar
las diversas maquinas, vender
cigarrillos y chicles, y sobre todo poner orden en las disputas que de vez en
cuando surgían, bajo el grito de “ehh, a pegarse a la calle” mientras salía de
su guarida y se dirigía con paso firme hacia lo protagonistas de la trifulca.
Justo al lado del espacio del encargado, se encontraban los servicios, el de
chicos era el baño típico de la época esto es,
un agujero en el suelo y el de
las chicas, este ultimo siempre cerrado con llave, y que si alguna de las pocas
chicas que se acercaban por allí- normalmente la novia de alguno de los
“mayores” ya que los billares eran espacios eminentemente masculinos- quería
utilizar, debía pedir la llave al encargado. Justo en esa zona se situaban los
futbolines y unas cuantas maquinas de
millón, las cuales a pesar del cartel que decía “prohibido golpear las
maquinas” eran objeto de furibundas palizas por parte de los jugadores,
destinadas a conseguir una bola extra o un rebote de mas con el que superar la
máxima puntuación, y que ellas se negaban a aceptar, cantando falta, quien no
recuerda el fatídico “TILT”, que indicaba que el golpe había sido demasiado brusco y cortando la partida,
provocando gritos e imprecaciones del maltratador. Cualquier billar que se
preciase tenia también una mesa de pin-pon mas tarde conocido como tenis de
mesa, y en la que para jugar tenias que pedir la bola y las raquetas de madera,
mas tarde aprenderíamos que las raquetas del tenis de mesa se llaman palas, al
encargado. En el centro de la sala, bajo una luz algo mas fuerte que el resto,
d presidiendo todo el recinto como un altar
pagano se encontraba una mesa de
billar francés, de fuertes patas de madera, con su tapete remendado una y cien
veces y que alguna vez fue de terciopelo verde, con sus bordes de madera,
tachonados cada poco con un punto que servia luego como guía para calcular la
trayectoria de la bola y en la pared mas
cercana a la mesa como un retablo renacentista se encontraba, el l pequeño mueble donde se alineaban los distintos tacos, junto a la pequeña pieza
de tiza azul, el ábaco de dos filas, la roja y la blanca que servia para marcar las carambolas hechas
por cada contendiente y la caja con reloj donde bajo llave se guardaban las
tres bolas, la blanca, la blanca marcada y la roja
No era el de los billares un ambiente limpio. El humo de los cigarros, en esa época se podía fumar en cualquier lado,
y cuando digo en cualquiera era dentro del metro, los cascos de los botellines de cerveza por
las esquinas, con el pequeño charco formado por el botellín que siempre acababa
en el suelo, los papeles y el olor a
cerrado, la suciedad de baños y paredes lo hacían desde la óptica actual
bastante insalubre, pero con un encanto que nuestros actuales salones
recreativos están a años luz de alcanzar.
Y por ultimo estaba el paisanaje que habitaba ese
microcosmos urbano, estaban los habituales que tenían sus maquinas de millón
preferidas, de las que conocían todos sus trucos y se podían pasar horas
jugando por el precio de una moneda, y que cuando se cansaban o decidían ir a
algún otro lado, revendían las partidas que aún les quedaban a los que
impacientes esperaban su turno para jugar. Estaban los locos por el futbolín,
que imponían sus reglas, reglas que en la actualidad aún perduran, no valen
goles de cuchara, no vale remar- mover la hilera de muñecos de izquierda a
derecha- con la media, no valen goles
con la guarra, muñeco mas a la izquierda del que defiende y sus ritos como
obligar a pasar por debajo del futbolín a la pareja que había sido incapaz de
marcar un gol en todo el partido. Estaban claro los virtuosos del taco, que tumbados
sobre el tapete hacían carambolas que nos parecían imposibles a los demás, y
que para impresionar a alguna de las chicas que allí entraban, se pasaban el
taco por la espalda y seguían jugando de esta manera y claro luego estaban los
matones, esos personajes algunos no mucho mayores que uno, pero otros ya
claramente con mucha vida a sus espaldas y poco futuro y que con un cigarro en
la comisura de los labios con su sola mirada hacían que les cedieses la maquina donde estabas
jugando si no querías ganarte una colleja, y un “chaval que te he dicho que
sueltes la maquina” o, hacían que los mas débiles les comprasen un cigarrillo,
entonces los cigarrillos se podían comprar por unidades, y que imponían su pequeño reinado bajo la
mirada atenta del responsable del local.
Por cierto la competición era de snooker
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