SORIA
Está claro que algo tan frágil, etéreo,
fútil, insustancial, escurridiza como una sombra puede ser en un curioso giro
de la historia también pesada, asfixiante,
material, solida e inabarcable como el más
pesado de los materiales creados por el hombre. Y si en lugar de una sombre son
tres, está claro que la sombra se impone y es imposible luchar contra ella. No,
no estoy hablando en este caso de una persona, sino que lo estoy haciendo de
una ciudad, una ciudad maniatada por sus
sombras, asfixiada por sus recuerdos. Constreñida de tal forma por ellas que la
impide desarrollarse y crecer, Sombras que hacen que siempre este ceñuda y triste que
evita que pueda liberarse y reír que, la
imponen una imagen sombría y adusta, cuando en el fondo le encantaría ser
luminosa y juvenil.
Y estas sombras que abrazan y
ahogan no responden únicamente a una sola luz, producida por un pequeño candil de luz
temblorosa y débil sino que son producidas por tres estrellas tan luminosas
como el sol.
El primero de estos estrellas es
el románico, un sol que desde el siglo XI impone su sello en la ciudad por medio de sus
iglesias y monasterios. Edificios que están diseminados por toda la ciudad,
algunos son pequeñas ermitas como la de la soledad que se hay en esa
preciosidad que es el parque de “La dehesa” al lado del quiosco de música, otros
son pequeñas iglesias pero llenas de encanto como San Juan de Rabanera, con su
precioso portada o sus retablos, o la inmensa iglesia de Santo Domingo de
estilizada fachada, con esa maravilla del románico que es su portada, con su rosetón
que llena de luz y color el sombrío interior, y el frontón presidido por un
impactante pantocrátor alrededor del cual se desarrollan figuras y hechos del
nuevo y el viejo Testamento. Otros edificios no son más que ruinas como los
restos de la iglesia de San Nicolas donde Alfonso VII rey de castilla se caso
con Leonor hija del rey de Inglaterra. Tal es la impronta que incluso palacios renacentistas
como los del los condes de Gómara actual palacio de Justicia, o aquellos que se
apiñan cerca de la antigua muralla como son los palacios de la familia San
Clemente y Marichalar, el de Diego Solier o incluso el estilo plateresco del
palacio de los Castejones tienen ese
impronta arquitectónica sin alardes que es el románico.
Siendo el segundo astro el más
cercano en el tiempo es el que da la sombra más alargada y sofocante, modulando
el ritmo de la ciudad de tal forma que ni siquiera las campanadas del reloj del
ayuntamiento le pueden hacer competencia. Y me estoy refiriendo claro a los
poetas, a Becquer y sus leyendas, a Gerardo Diego que desde su Santander natal arribo
a esta ciudad y sobre todo a la inmensa figura de Antonio Machado, que llego aquí
para dar clases de Francés en el instituto y en los cinco años en los que el
poeta vivió a principios del Siglo XX en Soria dejo un legado que la ciudad ha
sido incapaz de digerir. Soria, Machado y la desgraciada Leonor, son un
triangulo escaleno donde cada lado es distinto del otro, por un lado el poeta, que
paso en la ciudad los años mas felices de sus vida. Que escribió tanto al olmo
herido por el raro, como a la ausencia de la amada, cuyo busto aparece en el instituto
en el que impartió su magisterio, y cuyas palabras se encuentran en multitud de
placas, de recordatorios diseminados por toda la ciudad, por otro lado Leonor
la joven hija de los dueños de la posada donde se alojaba el prohombre y de la
que se enamoro locamente. Un amor que acabo en matrimonio extraño a nuestros
ojos (Leonor tenía 15 años y el poeta 34 cuando se casaron) O quizás es que las
Leonor se casan jóvenes en Soria ya que la otro Leonor, hija esta de un rey, y
mentada más arriba se caso con 10 años aunque en este caso su esposo el rey tenía
14). Una Leonor que murió solo tres años después de tuberculosis, dejando al
poeta solo con sus palabras y recuerdos, una Leonor que sirve de contrapeso a la
agobiante figura del poeta. y luego se encuentra la ciudad, la ciudad que acogió
al poeta y luego a la pareja, la ciudad que vio surgir el amor y sintió la
perdida, la ciudad que agradecida nombre hijo predilecto de la misma a un
forastero que la marco con su pluma para siempre y que vive de sus recuerdo, de
su palabras, de sus poemas.
Por fin, el último elemento que
da impronta a la ciudad es paradójicamente la ausencia del rio. El rio Duero que,
marcado el también por el románico -Monasterio
de San Juan- y por el poeta que paseó y gloso los olmos de sus riberas, abraza la ciudad sin atravesarla nunca, que la
constriñe físicamente por medio de sus curvas de ballesta y que nunca se deja
ver, hasta que sin percatarte te das de bruces con sus aguas. Un rio que gracias
a los paseos de sus orillas curiosamente la humaniza, le quita la frialdad que
le dan los edificios religiosos y palaciegos dándole el calor que le faltan a
las construcciones humanas, un rio que curiosamente agranda la ciudad hasta mucho más allá de sus límites,
invitando a soñar con la lejana Oporto,
hermanando de esta forma dos ciudades que aunque separadas kilómetros y
fronteras comparten un temperamento parecido.
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